Mal de Ojo, Miradas que matan
¿Existe realmente el mal de ojo?
"Hay mirados que matan", dice una expresión
popular. Se trata, sin duda, de lenguaje figurado, de una manera de referirse
metafóricamente a esas miradas que se lanzan cuando uno desea, por cualquier
motivo, que su interlocutor desaparezca en un instante. "Le fulminó con la
mirada", se dice también para que no quepa duda sobre la intención,
consciente o no, que alienta tras esa forma de mirar. Pero ¿se puede realmente
matar con la mirada?
En su citada obra, Plancy recoge tradiciones y creencias que así lo aseguran, afirmando, por ejemplo, que las brujas de Iliria, en la costa adriática, eran tan poderosas que "embrujaban terriblemente a los que miraban, llegando a matar si miraban muy fijo".
En general, se atribuye este poder a todas las brujas,
y de las italianas en concreto Plancy afirma que les bastaba una sola mirada
para "comerse el corazón de los hombres y el interior de los
melones", equivalencia realmente sorprendente pero que, en cualquier caso,
no parece fomentar la buena salud de quien recibe esa intensa ojeada. La
creencia en el poder de la mirada para provocar, entre otros males, la
enfermedad y la muerte, viene de muy antiguo. Es el temible mal de ojo, del que
ya se quejaba Virgilio, poeta latino del siglo I a.C., cuando exclamaba en unos
versos de su obra Las bucólicas: "No sé qué ojo aoja a mis tiernos
corderos".
Y es que ese maleficio instalado en la mirada puede
causar mil desventuras allí donde se posa, agostando campos, enfermando al
ganado y provocando muy diversos efectos sobre las personas. Entre otros, el de
anular por completo su voluntad, dejándolas a merced de quien así las ha
aojado. De esta materia sabían mucho los severos inquisidores que, a finales de
la Edad Media, lidiaban con los diabólicos manejos de las brujas. En el siglo
XV los monjes dominicos Jacobo Sprenger y Heinrico Institoris redactaron el
Malleus maleficanim, conocido también como Martillo de las brujas, algo así
como el manual del perfecto inquisidor. En sus páginas instruyen a los jueces
del Santo Oficio para que no caigan en las muchas trampas que las hechiceras
ponían en funcionamiento al objeto de librarse de cualquier condena. Una de las
tretas utilizadas era la de pedir inocentemente a sus carceleros que les
permitieran echar una ojeada a los miembros del tribunal antes de que se
celebrara el juicio. Ese breve vistazo, echado desde un lugar discreto que las
mantuviera ocultas, bastaba. "Sí conseguían hacer tal cosa -explica el
texto-, el juez y sus asesores se sentían enajenados en su corazón hasta tal
punto que con ello perdían toda su indignación (...) y no se atrevían a
hacerles ningún mal, dejándolas irse libres". Habían sido aojados,
hechizados por el mal de ojo de la astuta bruja que había anulado de ese modo
su voluntad. Tan grande era el miedo que los jueces tenían al temible
aoja-miento que los autores del libro, además de exhortar a los guardianes para
que nunca permitieran a las acusadas la previa contemplación del jurado,
recomendaban que "la bruja fuera introducida en presencia del juez
caminando de espaldas", de manera que nunca tuviera a los miembros del
tribunal bajo su peligrosa mirada.
NO ME MIRES, NO
ME MIRES...
La descuidada
muerte de Perseo.
Cuando el heroico Perseo cortó la cabeza de la Medusa, descubrió con asombro que el poder mortal de sus ojos continuaba funcionando con la misma maligna eficacia que cuando el monstruo estaba vivo. |
Inmediatamente la guardó en el fondo de un zurrón, sabiendo que se había hecho dueño de un arma invencible. A partir de entonces, cada vez que era atacado sacaba de la bolsa la cabeza de la Medusa y "apuntaba" su rostro monstruoso hacia el enemigo. Enfrentados a la mirada petrificadora de la Gorgona, los atacantes se quedaban literalmente "de piedra". De hecho, el héroe dejó su camino artísticamente decorado de pétreas estatuas.
Sin embargo, fue su confianza en esta arma invencible
lo que le costó la vida. Al parecer, aunque estaba profundamente enamorado de
su esposa Andrómeda, terminó enemistándose con su suegro, Cefeo. Un día,
resuelto a terminar con ese enfrentamiento, metió la mano en el zurrón, sacó la
fatal cabeza y la puso frente al rostro de su suegro. Por desgracia, la ira
tenía al héroe tan ofuscado que le hizo olvidar que Cefeo era ciego y, por
tanto, inmune a la mirada mortal y roqueña de la Gorgona. Sorprendido de que su
arma infalible no surtiera efecto, Perseo miró el rostro de la Medusa para ver
por qué no funcionaba. Fue un descuido letal: sus ojos se enfrentaron a los del
monstruo, y murió de inmediato, convertido en piedra y haciendo bueno el dicho
de que quien a hierro mata, a hierro muere.
EL PODER
PREVENTIVO DE LA SALIVA
Una extraña
forma de proteger a los bebés
Siempre se ha dicho que tener descendencia hace a los padres afortunados, y que los hijos son una bendición |
Por ello, la maternidad ha sido objeto de envidia en todas las épocas, igual que la salud del retoño recién nacido. Ya se sabe que envidia y mal de ojo vienen a ser lo mismo, por lo que la sabiduría popular ha echado mano de numerosos recursos para proteger del maleficio a los indefensos infantes. Uno de los más originales se basa en el poder preventivo de la saliva, similar al del agua de las fuentes curativas. En algunas zonas de la Irlanda rural todavía es frecuente que la comadrona escupa sobre el recién nacido en el momento de su llegada al mundo, protegiéndolo asi de todo mal. Lo mismo hacían las visitas que acudían a felicitar a los felices padres: escupían sobre el bebé como gesto de respeto y protección. En el área mediterránea se daba por sentado que todo elogio oculta un fondo de envidia, y en Córcega y Cerdeña no se podía ensalzar la belleza del recién nacido sin escupir acto seguido sobre él. De no hacerlo asi, se creía que el niño quedaba inmediatamente aojado. En Nápoles, las nodrizas eran más previsoras y escupían sobre todas las personas que entraban de visita en la habitación donde estuviera el niño antes de que tuvieran tiempo de decir una palabra. Y en Sicilia, bastaba que una mujer de dudosa reputación tocara o abrazara a un chiquillo para que la madre escupiera inmediatamente sobre él, evitando de esta forma el daño del posible aojamiento.
El VENENO DE LA
ENVIDIA
Pero lo curioso del mal de ojo es que la mirada dañina puede proceder de cualquier persona, bruja o no, causando estragos incluso cuando el que mira no desea producir daño alguno. Toda mirada transporta, inevitablemente, las emociones de quien mira, sean estas de afecto o desafecto, de placer o disgusto. Ira, envidia, odio y todas las pasiones comunes a los humanos viajan empujadas por la vista rumbo a sus destinatarios, a los que infecta con su contenido. El mecanismo es automático, sin que medie necesariamente la voluntad de quien mira. El mundo se convierte así en un entrecruce infinito de miradas venenosas, del que uno puede ser víctima involuntaria como el que resulta atropellado por un coche al atravesar la calle.
Y es que toda mirada, por inocente que sea, va cargada
de alguna intención. Plutarco, en su obra Vidas paralelas, escrita alrededor
del año 100, advertía ya de su peligro incluso para uno mismo. Cualquier
persona, afirmaba, puede dañarse de forma puramente accidental por mirarse en
el espejo en el momento inadecuado. Si se enfrenta al espejo cuando su ánimo
está embargado por la ira o el odio, esa malquerencia que emerge de sus ojos
rebota en la superficie reflectante volviéndose contra ella, que resulta así
aojada por su propia mirada. Los autores antiguos parecen coincidir en que, de
todas las malas intenciones que anidan en el corazón humano, la envidia es la
más común. Sentir pesar por el bien ajeno parece sensibilidad generalizada, y mirar
con envidia a quien posee aquello de lo que uno carece es un mecanismo tan
natural como involuntario. La fea envidia a la guapa por su belleza, el pobre
al rico, la soltera a la casada, la estéril a la madre prolífica, el fracasado
al que triunfa, el de baja estatura a quien es alto, la morena a la rubia y
viceversa...
En fin, ya lo pregona el añejo refrán: "Si la
envidia tiña fuera, ¡cuántos tiñosos hubiera!". De ahí que el aojo abunde.
Heliodoro, en el siglo IV, lo razonaba de la siguiente
manera en su obra Las etiópicas: "No hay que sorprenderse, por lo tanto,
de que algunos lleguen a aojar a quienes más quieren y a quienes mejor quieren,
pues son envidiosos por naturaleza, y la causa de que obren así no es su
voluntad sino su intrínseca manera de ser". Así, el codicioso no puede
evitar mirar al rico con envidia: forma parte de su intrínseca manera de ser.
Los moralizantes comentarios de los bestiarios
medievales terminaron de acuñar la relación indisoluble de la envidia con el
mal de ojo. En el Bestiario de Cambridge, del siglo XII, se alude a la envidia
como "mal de ojo que abrasa".
LA OJEADA MORTAL
DE LA MEDUSA
Hijo del dios Zeus y de la princesa Danae, Perseo pertenece al mundo y los tiempos de la mitología griega, pero la importancia de su hazaña ha traído el eco de su combate hasta hoy, manteniendo vigente el poder maléfico de la mirada y los métodos para defenderse de ella. Medusa era la menor de tres horripilantes hermanas, llamadas las Gorgonas, y su aspecto era monstruoso, con la cabeza formada por escamas de dragón, una boca enorme cuajada de colmillos de jabalí y una tupida cabellera de serpientes. Además, tenía alas que le permitían volar. Aunque estas características la hacían ya terriblemente peligrosa, su arma más temible eran sus ojos relampagueantes, que convertían en piedra a todo aquel que cruzara con ellos su mirada, de manera que no había posibilidad de acercársele sin perecer en el intento.
Perseo se había comprometido a matar al espantoso
monstruo, arrancándole además la cabeza, tarea muy por encima de sus
posibilidades reales. Por suerte, contó con la ayuda de la divina Atenea, que le
prestó su propio y pulido escudo. Utilizándolo como un espejo, el héroe pudo
acercarse a la Medusa sin que sus ojos se encontraran en ningún momento. Lo
cuenta Ovidio en Las Metamorfosis, hablando por boca de Perseo: "Yo no
miraba más que el reflejo de sus odiosas facciones en el bronce del
escudo". De esta forma llegó hasta el monstruo evitando su mirada
petrificadora, y le cortó el cuello con certero tajo. En otras versiones lo que
hizo fue enfrentar el espejo a la mirada mortal que se le venía encima,
haciendo que esta volviera reflejada a quien la envió, dando así muerte a la
Medusa con su propio poder.
El maléfico poder de la mirada del basilisco (arriba,
imagen anterior) es comparable al de las brujas y la Medusa, aunque también es
posible acabar con él logrando que vea su mirada reflejada en un espejo
La zoología mítica nos presenta a otros seres cuya
mortal mirada los iguala en poderes con las brujas y la Medusa. Según cuenta
Lucano, poeta cordobés del siglo I, de la sangre que derramó la decapitada
cabeza de la Medusa nacieron todas las serpientes de Libia, a cuál más
venenosa. Entre ellas, la peor fue el basilisco, porque heredó el poder mortal
de la mirada que tenía la Medusa. Para los autores antiguos, el basilisco era
la bicha más ponzoñosa que existía bajo el Sol, un reptil al que bastaba
exhalar el aliento para acabar con todo rasgo de vida a su alrededor,
incluyendo a las aves que tuvieran la mala fortuna de volar en ese momento
sobre ella. Poseía algo así como una halitosis letal. Sin embargo, el verdadero
poder del basilisco estaba en su mirada, que mataba al instante a todo aquel en
quien se posara.
Pero, al igual que la Medusa, también el basilisco se
encontró con heroicos enemigos capaces de oponerse con éxito al finiquito de su
mirada.
Uno de ellos fue el santo Trifón de Dalmacia, patrón de
la ciudad de Dubrovnik, a quien se atribuye la proeza de domesticar a un
salvaje basilisco, liberando de paso a la hija del emperador del demonio que la
poseía. Y la relación viene a cuento porque a la bicha de mirada letal se la
tenía por demonio, otro rasgo de similitud con las brujas, a quienes se hacía
amantes del Diablo. El papa León IV también resultó vencedor en la lucha contra
un basilisco que, en el siglo IX, causaba terror en Roma. Según afirman las
crónicas, le bastó con enfrentarse a la sierpe, elevar los ojos al cielo y
pedir al Señor que les librara de semejante asesino visual. No obstante, el
método que recomiendan los bestiarios medievales, como el de Fierre de
Beauvais, para liquidar a esta serpiente "que arroja su veneno por los
ojos" es enfrentarla a un espejo para que reciba de vuelta el reflejo de
su mirada, muriendo atravesada por ese fatal rebote. Así lo hizo el mismísimo
Alejandro Magno cuando, según se cuenta, su ejército sufrió el asalto de los
basiliscos: tanto él como sus soldados revistieron las armaduras con una
sustancia vidriada y reflectante, de forma que devolvieran las miradas
fulminando a las sierpes de las que procedían. Y todavía queda otro monstruo de
mal ojo en el zoológico medieval. Se trata de un cuadrúpedo parecido a un
peludo bisonte que se alimenta de hierbas venenosas y mata con la mirada a
quien contempla. Por suerte, la frondosa mata de pelo que le cae sobre la cara
es tan abundante y tupida que le dificulta la visión y le obliga a mantener la
cabeza permanentemente agachada. Por eso recibe el nombre de catoblepas, que
significa aquel que mira hacia abajo. Pero, cuando levanta la vista, todos los
que reciben su mirada caen muertos de inmediato.
TALISMANES
CONTRA EL MAL DE OJO
Dado el intenso tráfico de miradas malintencionadas que
entrecruza el mundo, no es extraño que el ser humano haya buscado la forma de
protegerse y evitar el daño que provoca el mal de ojo. Como ya hemos visto, el
uso del espejo que devuelve la mirada a quien la envió es uno de los sistemas
más prácticos. La femenina costumbre de adornarse con objetos de vidrio,
espejitos y metales reflectantes procede de esta creencia. Algunos colgantes en
concreto, como el creciente lunar de oro o plata conocido como lúnula, nacen
con este exclusivo propósito. Etruscos y romanos lo colgaban como defensivo
amuleto incluso en los arreos de los caballos.
Una de las leyes principales de la magia operativa
establece que lo semejante influye sobre lo semejante, de manera que contra el
mal de ojo es bueno utilizar el mismo símbolo del ojo convertido en benéfico
talismán. La leyenda cuenta que la propia cabeza de la Medusa, una vez
arrancada del monstruoso cuerpo, terminó integrándose en el centro del escudo
de la diosa Atenea, formando lo que se llamó el gorgonión y constituyendo un
poderosísimo talismán contra el mal de ojo. El gorgonión se lleva hoy en
llaveros, colgantes y todo tipo de adornos con este fin protector.
En la cultura del antiguo Egipto, el emblema del ojo
divino también constituía un eficaz amuleto y, conocido como udja, se sigue
utilizando con la misma finalidad.
En Mesopotamia, cuando se sacrificaba un cordero, se
extraía uno de sus ojos y se conservaba en un pequeño recipiente de vidrio que
mujeres y niños se colgaban como adorno protector. Para preservar de
embrujamientos la casa recién construida, en Asia Menor colgaban de su puerta
el ojo de algún animal, y era costumbre engastar ojos de comadreja y de lobo en
anillos que se llevaban como defensa. Todo objeto cuya forma recuerde el diseño
de un ojo se convierte en un amuleto válido, formando una larga lista que
incluye la concha del cauri y la piedra de malaquita que los italianos conocen
como pietra di pavone.
Otra forma contra la cual el mal de ojo se siente
impotente es la de la mano. Todo lo erecto y puntiagudo, como los dedos,
constituye una referencia fálica que remite al poder de la vida y de la
fertilidad, y esa es una fuerza ante la cual el aojo nada puede. Todas las
culturas, desde la más remota Antigüedad, han utilizado el símbolo de la mano
como talismán protector. Es muy conocido el símbolo de la higa o figa, la mano
cerrada en torno al dedo pulgar cuya punta emerge entre el índice y el medio.
Convertido en colgante, se vende hoy como amuleto reconocido
contra el mal de ojo. También está la mano cantuta, con los dedos meñique e
índice de punta y los demás plegados para formar una cuerna.
En Oriente Medio y algunas áreas de la cultura islámica
se utiliza la llamada mano de Fátima, con todos los dedos juntos y estirados.
Para mayor efectividad, lleva un ojo en la palma. Y, aunque parezca mentira,
también es eficacísimo talismán contra el mal de ojo la mano pontea, la
poderosa mano derecha alzada con los dedos índice y medio estirados, característica
del Cristo Pantócrator del arte bizantino y las ermitas románicas.
Diversas tradiciones antiguas aconsejaban utilizar
auténticos ojos de animales como colgantes para conjurar el mal de ojo. Hoy
esta costumbre ha variado, pero su espíritu sigue igual de vivo.
¿BRUJERÍA o
ENFERMEDAD?
Para los autores del Renacimiento, más racionales en su enfoque, el mal de ojo entendido como hechizo brujeril se consideró pura superstición medieval y, en todo caso, arte diabólica, de acuerdo a lo que había establecido la Iglesia. Sin embargo, era indudable que ese mal existía, ya que el propio san Pablo, en su Carta a los galotas, exclama:
"¿Quién os ha aojado para no obedecer a la
verdad?". Como no era cuestión de llevarle la contraria al apóstol, los
tratadistas consideraron que el aojo existía, pero se trataba de una enfermedad
y no de un diabólico hechizo. Procedía, en concreto, de la famosa fascinación,
definida como la acción de "dañar mirando con vista muy intensa".
A lo largo del siglo XVI, de la fascinación y
aojamiento se ocuparon no las brujas y los hechiceros de siempre, sino
destacados médicos, teólogos, clérigos y hasta catedráticos, como Antonio de
Cartagena, que ejercía la docencia en la Universidad de Alcalá de Henares. En
general, los autores reconocen el mal como una enfermedad venenosa, transmitida
a través de los ojos en el cruce de miradas entre el que infecta y el
infectado. Aunque procuran defender el carácter neutral de la mirada, no pueden
olvidar del todo la mala intención de quien mira como verdadero motivo del daño
causado. Para Antonio de Cartagena, médico del emperador Carlos V, el
aojamiento era "una operación ofensiva y perniciosa de un hombre contra
otro, cumplida de la sola vista con los ojos airados". Parece, pues, que
hay intención "airada" en esos ojos que miran, pero el doctor lo
suaviza de inmediato para afirmar que quien aoja no lo hace por mala voluntad
sino por "cualidad celeste" y por su "constelación maligna".
El aojador, por tanto, causa el mal, pero no por ejercíció del libre deseo de
hacerlo sino porque la influencia de los astros así se lo impone.
Es su destino aojar, como le ocurre al basilisco, y
nada puede hacer para evitarlo. La farmacopea que diseñan los galenos
renacentistas para curar esta enfermedad no se basa ya en los espejitos y las
manos de higa, aunque no le va a la zaga. Los conocimientos científicos de la
época todavía se apoyan en la sabiduría de los autores antiguos, y defienden la
eficacia profiláctica de distintas piedras, como el balagio, el granate, el
rubí y el jacinto. Álvarez Chanca, médico de la corte de los Reyes Católicos,
admite incluso que, si se graba en alguna de estas piedras la imagen de una
serpiente, su poder curativo aumenta, y "llevadas en el dedo o de
cualquier otra manera, preservan al que las lleva del aojo". También
detalla preparados que incluyen en su composición polvo de rubí, hierbas,
pétalos de flores, testículos de leopardo y sangre de comadreja, pócima que
debía darse a beber a la persona aojada. A veces, parece peor el remedio que la
enfermedad.
CÓMO
DIAGNOSTICAR EL MAL DE OJO
En el recipiente se vertía una clara de huevo y,
analizando las figuras que ésta formaba en el agua, se determinaba si el sujeto
estaba aojado o no.
Existían otros procedimientos, como el consistente en
colocar un orinal con agua sobre la cabeza del enfermo. En el recipiente se
vertía una clara de huevo y, analizando las figuras que ésta formaba en el
agua, se determinaba si el sujeto estaba aojado o no. También había sistemas
para saber si el enfermo aojado iba a sanar o moriría sin remedio. El más
interesante en este sentido quizá sea el que utilizaba una gallina como test de
predicción. El procedimiento a seguir era el siguiente. Al paciente se le
lavaba el pie derecho con agua de lluvia, que era posteriormente recogida en
una palangana. Esta agua se le daba a beber a una gallina que no hubiera
puesto. Si el animal bebía sin hacer ascos, quería decir que el enfermo
sanaría. Si, por el contrario, se alejaba de la palangana negándose a beber,
era señal inequívoca de que el sujeto estaba aojado sin remedio y le esperaba
la muerte.
***
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