¿Todos somos paranoicos?


Una mirada lúcida a un problema que, en mayor o menor medida, aqueja a muchísima gente y que se manifiesta casi siempre con la sensación de que todos están en contra nuestra.

La manera en dominamos nuestros arranques de paranoia define si éstos se convertirán en un desequilibrio más grave o si sólo serán episodios aislados.

En la antigua Grecia, con la palabra paranoia se designaba a la locura. En nuestro lenguaje este término es ambivalente: por un lado significa científicamente una precisa enfermedad mental, muchas veces de gravedad; por el otro, se refiere a distintos comportamientos -podríamos decir desviaciones- de la norma en la personalidad. Las reacciones paranoicas son muy comunes y están mucho más difundidas de lo que se cree. ¿Por qué es así? ¿Por qué todos somos un poco paranoicos?


No pretendo resolver aquí la cuestión, lo que cuenta es ayudar a los alumnos a descifrar ciertos aspectos de su propia personalidad o de la de los demás que a menudo surgen como intensas expresiones de agresividad y no son otra cosa que el producto y reflejo de aquella porción de paranoia que -quien más quien menos- todos albergamos en nuestra psique.

Usted está apurado y el auto que lo precede va a 20 Km por hora ocupando el medio de la calle y -¡click!- el semáforo se pone en rojo. Existen dos reacciones posibles: hay quien patalea y maldice al rezagado y quien, en cambio, comienza a pensar que aquel tranquilo conductor maneja así porque se la ha agarrado con él y, a propósito, está haciendo lo imposible para obstaculizar su paso. Este segundo individuo, aunque sea substancialmente normal, está sufriendo una pequeña crisis de paranoia. Es un miembro más de la nutrida colectividad de aquellos que atribuyen siempre a los demás las culpas de todo lo antipático que la vida les presenta y creen que detrás de cada uno de sus contratiempos existe un complot planeado adrede por algún desconocido enemigo. Son fijaciones, pensamientos sin razón, deslices de la lucidez en general breves y sin consecuencias sobre la esencia equilibrada de la personalidad, que configuran una de las formas más difusas de la paranoia común, cotidiana. Paranoia es una palabra que en el diccionario de Psicología indica una precisa y grave alteración mental; una enfermedad por la cual el individuo, para el común de los mortales normalísimo, delira lúcidamente de ser perseguido.

EJEMPLOS COTIDIANOS

María: por ejemplo, es una paranoide metropolitana. Ella normalmente sociable y sonriente, cuando se encuentra en un transporte público a la hora pico, se vuelve irreconocible.
Toda aquella gente que tiene pegada a su lado: ¿Qué hacen allí? Porque ella trabaja, vuelve a casa luego de una jornada agotadora en la oficina y ¡no tiene un asiento donde sentarse! ¡Es el colmo! Una verdadera usurpación. Y durante todo el trayecto María no deja de quejarse, embistiendo contra toda la Humanidad que le impide vivir como sería justo. Pero, apenas baja del colectivo, su violencia desaparece, vuelve la serenidad y comienza a sonreír. María es una de las personas que se ríe de sí misma de buena gana luego que han pasado esos momentos. La suya es una paranoia secreta. Sin embargo, ella sabe que esos arrebatos de agresividad no superarán jamás el umbral de sus pensamientos. No todos son como María: es decir, conscientes de sus propios momentos de paranoia cotidiana. Hay quienes están convencidos de tener todo el derecho para reaccionar en modo paranoico ante ciertas circunstancias, negando a su actitud el carácter de anomalía, de desviación de la norma.

Ana regresa a su casa luego de un mes de vacaciones. Llama inmediatamente a Gabriela, su mejor amiga, a quien le cuenta cómo en el avión tuvo un encuentro extraordinario: un hombre me miró y yo de pronto tuve la certeza de que estaba enamorado de mí.

-¿Hablaron?- pregunta Gabriela -¿Tiene tu número de teléfono?-

No -responde Ana- no se atrevió a pedírmelo.

Ana se pasa todo el tiempo cruzándose con hombres que -a su parecer- se enamoran perdidamente de ella, aunque jamás le confiesan su pasión. Desde la mañana a la noche, en la calle, en un café, en un bar, en la cola del cine ocurre siempre lo mismo: los hombres pierden la cabeza por Ana.

Muchos de nosotros, en efecto, tenemos la tendencia a atribuir un significado sexual a un gesto y muchas veces una mirada insinuante nos lleva a ver el amor donde no está. La Erotomanía no es sólo la extrema necesidad de mantener relaciones sexuales, sino también una forma particular de paranoia.

Quien sufre de esta alteración está convencido de ser deseado, basado en una representación delirante: niega su propio deseo atribuyéndoselo al otro, proyectándolo sobre él. No soy yo quien lo ama, sino que él/ella está loco/a por mí.

Los erotómanos con frecuencia toman como blanco de sus fantasías a personajes célebres, actores o cantantes. Y cuando están internados en un hospital o en tratamiento ambulatorio (terapia psicológica o psiquiátrica) persiguen a los profesionales que los atienden. Los profesionales desconfían de sus pacientes porque son muy hábiles para descubrir sus domicilios y muy rápidos para ir allí a molestarlos: temen por sus propias mujeres, ya que ellos las consideran el principal obstáculo para su gran amor e inclusive, pueden ser objeto de agresiones.

LA SOMNOLENCIA DE LA RAZON

José, por ejemplo, hoy está insoportable. A quien lo ha conocido diez años atrás le es imposible admitir que se trate de la misma persona. Hace una década era sociable, dispuesto, amigable, pero poco a poco, esas características se fueron esfumando hasta desaparecer del todo. Exteriormente, continúa sonriendo, pero la procesión va por dentro. Siempre encuentra alguna cosa para echar en cara a los demás -a los que mira como enemigos- y no soporta que lo contradigan. Ahora, conversar con él resulta penoso: es imposible manifestar un parecer distinto al suyo. ¿Los comerciantes? Para José la única intención que ellos tienen es estafarlo. ¿Los extranjeros? Están aquí para quitarle su trabajo. ¿Las relaciones con su esposa? son obviamente, frías. Me protejo -dice ella- Trato de no contrariarlo. ¿Qué otra cosa podría hacer?

José ha construido mentalmente un universo hostil, se ha fabricado un sufrimiento, como si quisiera estar seguro de ser el dueño absoluto de su dolor. El modo de huir de sus tensiones internas es éste: volcar la responsabilidad de sus tormentos sobre los demás.

Y bien, todos nosotros somos un poco Juan, María, José... depende del momento y de la situación. Basta un instante de fragilidad emotiva, un período denso de preocupaciones y la razón se adormece, mientras se despierta la paranoia cotidiana.

También existen casos de odio indiscriminado: Odio los hombres que usan corbata marrón -declara Lucía colorada de rabia. Ella ignora cómo este desagrado, este rechazo absoluto ha surgido dentro suyo, pero los hechos son que quien viste una corbata marrón altera sus nervios. Su marido y sus amigos se abstienen de usarla cuando ella está, saben que no es broma y que ella es capaz de enfurecerse.

Para Camila, por ejemplo, se trata del insufrible aceite de oliva.

¿Cómo se puede usar ingrediente tan nauseabundo?

-Dice. Que nadie se atreva a servirse un plato cocido o condimentado con aceite de oliva: inmediatamente, sin interesarle dónde se encuentre, abandonará la mesa. Claudia, en cambio, está dispuesta a odiar eternamente a quien use hablarle con la boca llena; Jorge, finalmente, no soporta que se simplifique su plato preferido: El salmón ahumado lleva un poco de crema fresca: es una falta de muy mal gusto que no la tenga - exclama convencido.

En nuestra sociedad, los comportamientos intolerantes tienen diversas manifestaciones. Se puede detestar una persona por cómo saluda, por su tono de voz, por un gesto; se puede despreciar a una persona por decir que va del peluquero en lugar de decir que va a la peluquería. Muchos, además, odian a los intelectuales, los profesionales, los técnicos o los políticos porque creen que ellos se divierten usando razonamiento complicados adrede, para no ser comprendidos y conservar así la propia autoridad. En estos casos, quien tiene estos sentimientos experimenta la sensación de una terrible afrenta; imagina que conspiran en su contra y que demostrando el propio saber- lo desprecian complaciéndose de él a distancia. Existe una regresión a los tiempos de la niñez, cuando sufría al asistir, sin poder participar, en la gran complicidad que unía a sus padres.

Cuando nos domina esta expresión, la escena se tiñe de un odio verdadero y aparece ella, la común paranoia cotidiana a conducir el juego.

Una cosa es ser paranoide, es decir normal, pero desconfiado, inclinado a sentirse perseguido por todos; otra cosa, es sufrir de verdadera paranoia.

El paranoide es fácilmente reconocido: da continuas pruebas de exacerbada desconfianza, de celos irrefrenables y no pierde ocasión de sentirse y declararse perseguido. Es, en suma, un insufrible que continuamente debe ser tranquilizado.

Bien distinto d este cuadro sintomático, no demasiado agradable, pero sin una significación patológica específica, es el paranoico auténtico: un verdadero enfermo mental, admitido sin duda en los hospitales psiquiátricos (lugares que -dicho sea de paso- El prefiere evitar). Si su primo lejano, el paranoide común tiene problemas familiares o un jefe sofocante, se contenta con envenenar la existencia de los otros con sus perpetuosos lloriqueos y sus exigencias; el auténtico paranoico, en cambio, está irremediablemente prisionero de su propio sistema delirante, en el cual los discursos reconciliadores y racionalizantes no tienen cabida. Todos, quien más quien menos, somos ligeramente paranoicos, porque todos tenemos en nosotros los estigmas de esta enfermedad. Según los psicoanalistas, el logro de la normalidad (término, por otro lado, que ellos rechazan) es sólo posible después de la superación de la fase paranoica, que cualquiera puede encontrar en su propio desarrollo.

TODOS SOMOS PARANOICOS


Este particular mecanismo psicológico, que el psicoanálisis llama proyección -y que consiste en vaciarse de todo eso que el YO, es decir, la esfera de la conciencia, rechaza asumir volcándola justamente al exterior, atribuyéndolo a los otros- opera y se manifiesta también en la vida normal: el hecho es que el paranoide no hace su propio modo de vida. No, -se dice a sí mismo- no soy yo quien odia a ese hombre. Es imposible: es él el que me odia.

Todos somos un poco paranoide, porque también todos estamos dificultades con nuestro narcisismo, con nuestra conciencia moral. Es verdad, algunos lo son más que otros, pero también en estos casos se permanece bien lejos de la paranoia entendida como verdadera enfermedad mental. Los paranoides comunes son compatibles con la vida cotidiana, pero el paranoico auténtico puede no serlo. Entre todas las enfermedades mentales, ésta es sin duda la más lógica ( el delirio está bien construido y por momentos es casi convincente). y también, en algunos casos, la menos perceptible. Si en sus síntomas clásicos la paranoia auténtica se asemeja a aquella común, cotidiana -megalomanía, manía de persecución, desconfianza, celos incontenibles- aquella, sin embargo, se expresa de manera muy distinta. No se debe confundir las tendencias para que nos aleja de la realidad. En el caso del enfermo grave, esta alteración le impide concebir la existencia de sus semejantes que se le parecen como consistencia. Pero sobre todo, su desvío tiene una estrecha relación con un odio inconsciente, que el paranoico real y serio proyecta hacia el exterior, como un boomerang regresando en forma de amenaza generalizada. Es en este punto cuando él puede volverse peligroso sintiéndose agresivo, con el peligro de que elija atacarse a sí mismo como primera medida. Este es el mecanismo psíquico que está en la base de algunos criminales.

El paranoico ignora ser el autor de sus propios pensamientos, que le llegan bajo forma de alucinaciones, de voces, que parecen provenir de otro lugar y le imparten órdenes: mata a tu padre, libera a tu país porque eres el mesías. Este psicótico ve por todas partes las señales: si un auto rojo pasa bajo mi ventana, quiere decir que mi mujer me engaña. En realidad, él esconde una situación de impotencia. en el intento de salir de esto, se sobrevalora de manera excesiva: escribe al presidente, piensa que es Cristo, pero luego, ante la incapacidad de hacerse reconocer por un verdadero presidente, prócer o lo que sea, termina identificándose con un desecho humano, rechazado por todos. Como no se arriesga a expresar sus sentimientos y las propias pulsiones mediante el lenguaje común, se siente excluido de la sociedad de los hombres. Sus delirios no le permiten unirse a sus semejantes (excepto cuando alcanza a convencerse de ser un genio, cosa que, excepcionalmente puede suceder), mientras que en la realidad sus discursos son paradojalmente, caminos para sanarse, para darle un sentido a su propia existencia. El delirio tiene para el paranoico la misma función que las fantasías comunes, que nuestras películas privadas tienen para nosotros. En lugar de imaginarse episódicamente las historias, el paranoico auténtico elige un delirio sin retorno. En él el circuito normal de la comunicación esta completamente trastocado: se limita a recibir los propios mensajes, sin reconocerlos como tales, porque ignora ser el emisor de ellos. Vive en su mundo, un universo privado poblado de perseguidores, dispuestos a engañarlo, a insultarlo: él se cree Dios, el Padre de una humanidad en gestación; pero nadie, excepto él, lo sabe.

CLAVES PARA CONVIVIR CON UN PARANOIDE

Si vive con un paranoide, no hay más que dos posibilidades: la fuga o la práctica de la santa paciencia. Lo que más se debe hacer es ceder a la tentación de medirse con él en su propio y desviado terreno. Se trataría de un combate desigual también porque para cruzar las armas se necesitan ser dos y el paranoide está sólo en su propio planeta en el cual no admite a nadie más.

Si se excluye la fuga, entonces, no queda otra opción que la convivencia con el peligro de estar a su lado cuando el paranoide es presa de una de sus crisis. En estos casos, él percibe la realidad únicamente a través del filtro de sus propios fantasmas y cada tentativa de corrección de la interpretación, de poner en tela de juicio sus dudas están condenados a frustrarse y también a empeorar las cosas. Si él acusa y usted se defiende, los argumentos que usen serán vueltos en contra; si ignora la acusación, en su silencio residirán las pruebas de culpabilidad. No tendrá mayor éxito en la tentativa de interponerse entre el paranoide y una tercera persona injustamente atacada: cada argumentación en defensa de esta última llegaría a ser la confirmación de la alianza del mundo y de especial manera, de la unión con ella.

Es verdad, no es fácil quedar afuera de la trampa, porque a menudo sus agresiones son golpes bajos, hieren profundamente. Pero es necesario saber resistir. Cuando explota, el paranoide no hace más que exteriorizar su propio malestar, su intenso sufrimiento. Responderle con análoga violencia le causaría angustia y, así, aumentaría la suya. Es necesario comprender, en esos momentos, que se está frente a una persona que se encuentra realmente mal y que no hay modo de ayudarla directamente. Sin embargo, no es posible limitarse a compartir este dolor: eso no haría más que intensificarlo.

Hay que tener en cuenta que los paranoides hace lo imposible para arrastrar al prójimo al túnel sin salida de sus obsesiones, Para ello, algunos demuestran una habilidad incomparable. Son maestros en el arte de culpar. Una mirada, una palabra suya bastará para hacer sentir culpable, aunque no se sepa bien de qué cosa. Una imagen de caricatura: aquélla de la madre omnipotente, asfixiante, en suma, paranoide. Cuando le hace un regalo a su hijo, le compra camisas o corbatas de a dos por vez para luego poder afirmar: ¿Te pusiste la corbata azul? ¡Claro, no te gusta la roja que te regale yo! Por debajo, subyace siempre un mecanismo perfectamente urdido para meter al otro en una posición emotivamente inestable. Y es justamente sobre esta inestabilidad que la persona paranoide consolidará, paso a paso, su estrategia agresiva.

Por años y años, -explica Florencia- los violentos enojos de mi padre nos arruinaron la vida. A su manera de ver, todos estábamos en su contra. El mundo entero estaba en contra de él. Probamos de todo: hacerlo razonar, tener en cuenta su susceptibilidad, rebelarnos... Sin embargo, nada se resolvía. Un día tuve la impresión de que ese tema no me incumbía. Era como si me hubiera consumido en una batalla inútil. No me sentí más implicada en ese asunto. Cuando él explotaba le decía: seguí así y me iba. Entonces, me di cuenta de que si no entraba en su juego aquellas crisis eran menos largas y violentas. Hablamos de esto entre nosotras, con mis hermanas y mi mamá y decidimos adoptar todas el mismo comportamiento. Así, hoy las cosas van mejor.

Hemos tomado conciencia del hecho de que su paranoia es la manifestación de su propio malestar.

Dejamos que se exprese, sin sentirnos más agredidas. Pensar en poder curar un paranoide es casi ilusorio. Esto no significa que en estas manifestaciones la paranoia sea incurable, sino que es un problema que pertenece exclusivamente a quien lo sufre, que nadie puede resolverlo en su lugar. Más fácil de lo que se cree es, en cambio, atenuar las consecuencias negativas de las crisis. Es evidente que la perspectividad cambia mucho según las relaciones que establecemos con la persona paranoide. Si se trata de una relación profesional, se puede simplemente poner fin al contratiempo... huyendo por la derecha. Antes que malgastar energías afrontando las recriminaciones y las sospechas gratuitas de un colega o un jefe, es más sabio ocuparse de otras cosas. La fuga, repetimos, es la única protección radical y absoluta de la paranoia.

Si se mete en la esfera de la vida afectiva, todo se complica: el margen de libertad, en la pareja o en la familia, es mucho más reducido con respecto al primer caso. Existen legados que se eligen y legados que se sufren. Por más distancia que se pongan entre sí mismo y los propios progenitores, entre sí y los propios hijos, en realidad, no se puede disolver el vínculo real y menos el inconsciente. La vida de familia, por otro lado, es un crisol en el cual el paranoide se abre como una rosa al sol: el puede elegir entre varios blancos, que de vez en cuando pone en su mira.

En este tipo de relaciones, todavía está el amor para atemperar los daños de la paranoia: se ama al otro -el paranoide- por el resto de su personalidad, a pesar de su paranoia. Esta última se reduce entonces a un defecto: y quien no tiene uno, que arroje la primera piedra.

Jamás crea que un paranoide adopta con consciencia sus conductas, el sólo efecto de arruinarle la vida: es él, en realidad, la primera víctima del mal que posee. Está prisionero de su propio mecanismo inconsciente. Considerar de otra manera su comportamiento sería, eso si, un poco... paranoico.

LOS CELOS MORBOSOS: CUANDO NO HAY DOS SIN TRES


Los celos, sentimientos tan notorios como universales, se nutren de la desconfianza, la imaginación desenfrenada, la susceptibilidad y, especialmente, de paranoia; lo que explican su presencia en estos apuntes.

Los celos simples, aquellos que se manifiestan en pequeñas crisis, son parte, por si decirlo, del cotidiano léxico conyugal y en general desaparecen, si son infundados, a la luz de la realidad.

Los celos complejos, aquellos que están contaminados de paranoia, tienen otro carácter, otro gravedad. La persona celosa, en este caso, tiene un único y gran temor: la traición de su pareja. Y es un temor tan profundo e intenso, tan obsesivo y devorador, que, en realidad quien lo sufre ya da por descontado que ella o él, es infiel y se extenúa buscando las pruebas. En realidad, al verla de afuera, no se puede saber en este caso qué es más doloroso: la perspectiva de infidelidad o la infidelidad misma. El celoso patológico así como el paranoico puro, no tiene ninguna necesidad de enfrentarse a la realidad: se construye él mismo sus propios fantasmas, y es a él mismo a quien atrapa. Toma como punto de mira un elemento -un hecho, un objeto, una palabra, una mirada-, lo aísla del contexto general y en torno a él crea la escena completa. De nada valen las explicaciones de la víctima ni sus palabras tranquilizadoras: para el celoso paranoide no son más que falsas coartadas para salir del paso.

Por años soporté las acusaciones gratuitas de mi marido -cuenta Mercedes- hurgaba en mis bolsillos, en la cartera, me inspeccionaba la ropa, tomaba nota de la hora a la que me iba y a la que volvía, telefoneaba en forma anónima a la oficina para saber si yo estaba allí... era una trágica caricatura.


Terminé traicionándolo de verdad: sufrir por sufrir, al menos que fuera por algo. Las sospechas llegan a provocar en el sospechado una paranoia defensiva: se siente espiado también cuando no lo está y termina provocando escenas a aún en los períodos de calma. En estas parejas faltan dos factores funda- mentales de relación: la comunicación y la confianza.

El hecho es que la persona morbosamente celosa se siente en peligro ante la menor alarma. ¿Por qué? Porque a tal punto está privada de confianza en sí misma, que cualquier persona le parece suficientemente hábil, inteligente y seductora para poder tomar fácilmente su puesto. Privada de autoestima, busca en la mirada de su pareja aquella seguridad que nadie podrá darle. En cuanto a la comunicación, es un vocablo del cual el paranoide desconoce por completo su significado. Una constante de los comportamientos paranoides: provocar chispas de traición y soplar hasta que se encienda el fuego. Para la satisfacción de poder decir, llegado el momento: ¿vistes? tenía razón yo. Porque no hay nada peor para nuestro celoso que estar equivocado. Reconocer su error lo haría profundizar en su falta de seguridad que él se niega a ver y que es el origen de todo.

Tomar consciencia de esto, sin embargo, es superior a sus fuerzas. Mucho más conveniente que su dolor es encontrar una justificación en el exterior: la justificación. ¿Quién mejor que la propia pareja para ser el chivo expiatorio.

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